(Artículo publicado en El Comercio 06/01/2009)
A primera vista, Huayán es un pequeño pueblo sumergido en medio de esos inhóspitos cerros que forman la Cordillera Negra. Una vez allí surge un escenario bucólico donde la gente se acuesta a las siete de la noche y el tiempo todavía se calcula por la luz del sol. En sus casas de adobe remojadas por las lluvias de diciembre prevalece el vacío de los hijos que se fueron, que se van. Aquí, en Navidad, los silencios vespertinos son apenas quebrados por el rebuzno de una mula hambrienta o la explosión de algún cohete.
Foto: Giancarlo Shibayama
Barrio arriba y barrio abajo
La Navidad de Huayán es un vaivén de sentimientos sublevados. Durante seis días -entre el 23 y el 26 de diciembre- el pueblo se quiebra en dos. En estas fechas los barrios de Arriba y Abajo se disputan con vehemencia el control de las celebraciones. ¿Quién llevará la mejor orquesta, la mejor barra, los mejores espectáculos artísticos? Y sobre todo, ¿quién lucirá a los mejores negritos, los danzantes protagonistas de la fiesta?
Foto: Giancarlo Shibayama
Ellos son la alegoría de los esclavos negros traídos por los españoles rindiéndole homenaje al niño Jesús. Recorren las calles de sus respectivos barrios cantándoles a los pobladores. Sobre un impecable terno llevan bandas bordadas con monedas plateadas, sombreros cargados de flores y una campanilla con la que anuncian las buenas noticias. Compiten por llegar temprano a la iglesia y llevar al Niño en procesión. Estas disputas suelen terminar en memorables grescas cuando ambos barrios se 'chocan' en alguna de las cuatro esquinas de la plaza. Las frases y los insultos vienen. Las campanillas y los golpes, también. El alcohol pone lo suyo. El furor colectivo, el resto.
Foto: Giancarlo Shibayama
¿Qué hace que cada año los residentes en Lima, Huaraz o Chimbote retornen a Huayán para continuar con este ritual? Asumimos que dos cosas: la infranqueable devoción por el Niño Jesús y el arraigo por la tierra donde nacieron. Don 'Olli', Orestes Rodríguez, uno de los más longevos danzantes, así lo cree. Baila desde 1935, cuando tenía 14 años. Y continuará bailando "hasta que ya no pueda más", dice, recordando cómo con el tiempo ciertas costumbres han ido variando. "Antes los negritos aportaban económicamente para la organización de la fiesta, ahora no es así".
Foto: Giancarlo Shibayama
Durante los últimos años, son los mismos procuradores (organizadores de la celebración) los que asumen los gastos. Los pasacalles ahora se llenan de globos rojos y verdes, alguna muchacha de viste de Mamá Noela, otro de Papá Noel. Se regalan caramelos en lugar de frutas. Para el rechazo de algunos ("están alterando nuestras costumbres") o el beneplácito de otros ("la fiesta es más colorida"), cada año se incorporan nuevos elementos. Los lentes de sol han reemplazado a las máscaras negras de los danzantes.
Foto: Giancarlo Shibayama
Hay caprichos naturales, sin embargo, que se mantienen inamovibles: la lluvia del 26 de diciembre, el día de la competencia final, el día en el que cada barrio muestra lo mejor de su repertorio. Los negritos esperan con fe que este día todos se mojen. Puede que los días anteriores haya hecho mucho calor pero el 26 siempre llueve. El barro de las calles sin asfaltar y el de la pampa donde se libra la competencia se tornan una mazamorra marrón. Los negros remojan sus zapatos, se revuelcan.
Un largo camino
Para llegar a Huayán es necesario burlar la formalidad y tragar polvo. No existe en Lima empresa de transporte autorizada que vaya hacia allá. Es necesario tomar un ómnibus a Chimbote y bajar en ese improvisado terminal que tiene la provincia ancashina de Huarmey. En lo que sigue no hay espacio para la espontaneidad. Hay que dirigirse en mototaxi al paradero de donde parten los carros con dirección a 'la quebrada'. Y esperar. Los únicos vehículos que recorren esa zona son unos viejos ómnibus tipo coaster, con plásticos en las ventanas en lugar de vidrios, asientos maltratados y choferes legañosos de rostros tan agotados como esas llantas que amenazan reventarse. Los horarios de partida dependen de la cantidad de pasajeros, también la carga, que se amontona sin remordimientos sobre el techo.
La carretera de Huarmey hacia Huayán es más imaginaria que real. Una traumática trocha que en tan solo 85 kilómetros trepa 2.700 metros sobre el nivel del mar. La dificultad hace que el carro no avance a más de 25 kilómetros por hora. En pleno viaje, como esos taxistas que cuentan sus anécdotas durante el trayecto, los choferes que recorren esta ruta recuerdan en cada curva las veces en las que algunos de sus compañeros cayeron por esos precipicios de piedra y hierba seca. "En las tardes, en ciertas zonas, se escuchan algunos lamentos", dicen los pasajeros.
El asfaltado de esta carretera es uno de los sueños rotos de Huayán. Una visita al cementerio resume cada uno de sus muertos: los viejos mueren de enfermedades imposibles de atender en una zona tan distante de la ciudad y los jóvenes mueren de 'accidentes'. Ni Tolerancia Cero ni media tolerancia en esta trocha que atraviesa por lo menos una docena de poblados.
Lo arriesgado del viaje hace doblemente gratificante la llegada de los seres queridos. De cada coaster bajan entre 28 y 35 personas. Para Navidad, por lo menos quince de estos carros llegan con visitantes. Solo por estos días la población de Huayán se duplica.
Se hizo la luz... Mi abuelo 'Shoshi' vive en Huayán hace 93 años. Odia Lima porque huele feo, los autos lo aturden y el clima lo enferma. Conoció la luz eléctrica a los ochenta años, cuando los postes de luz se instalaron por primera vez. Con la electricidad llegó la televisión y su fantasía. Muchas leyendas y mitos fueron derribados. El diablo dejó de aparecerse en esos caminos cubiertos de espesa niebla y los hombres de la selva ya no eran imágenes estereotipadas (don 'Shoshi' los llamaba 'chunchos') sino solo personas distintas. Ahora podían verlos en la tele. Descubrieron la existencia de esas otras nuevas y lejanas culturas. Aprendieron a ver telenovelas.
Hasta antes del 2000, los habitantes de Huayán se enteraban de lo que ocurría en el mundo por sus familiares de Lima. La luz también trajo sus propios inconvenientes. Al inicio, la empresa Hidrandina instaló un solo medidor. El consumo total se dividió entre cada una de las viviendas. Como era de esperar, pronto esto generó tantos líos que muchos se negaron a pagar. La empresa les cortó la luz y los residentes en Lima debieron asumir la deuda. Las cosas ahora solo aparentan estar mejor: hay dos medidores generales y adicionalmente cada vivienda ha comprado por su cuenta un equipo para controlar su consumo. Un Comité de la Luz es el que se encarga de interpretar esa medición y cobrar lo que realmente corresponde. Pese a ello, cada vez que llueve con intensidad la energía se corta y los pobladores se refugian en sus casas.
La lluvia de este último 26 de diciembre sumergió nuevamente a Huayán en la oscuridad, aunque ello no detuvo las celebraciones. Esta fiesta proporciona algo que la falta de electricidad en otras circunstancias hubiera paralizado el pueblo: la necesidad de estar juntos.
Solo una vez que la fiesta termine, y los hijos que se fueron se vayan una vez más, una quebradiza soledad invadirá el pueblo con la misma intensidad con la que la niebla se apodera de sus calles. Las casas permanecerán vacías. Aquel paisaje espectral será como alguna de esas ciudades invisibles de Italo Calvino donde no se encuentran ciudades reconocibles, solo apenas inventadas.
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